Contra la universidad pública
No es sólo que la universidad privada sea una institución necesaria para la existencia de una vida cultural e intelectual vibrante y floreciente, sino que la universidad pública no debería existir
Posicionarse contra la universidad pública es, hasta cierto punto, cómico. Permite a quien lo hace observar en el prójimo la manifestación fisiológica, casi instintiva, del espasmo moral. Como diría el psicólogo social Jonathan Haidt, el elefante reacciona antes que el jinete, la emoción se mueve antes que la razón, e incluso quien hasta el momento se había mostrado conforme con la lógica empleada, no tarda en arrugar la frente y aprieta los labios en señal de escepticismo.
No espero, por lo tanto, que la mayoría de los lectores se muestre de acuerdo con lo que aquí expondré. Sé que juego en minoría, de modo que lo único que pido al lector es que trate con todas sus fuerzas de dejar aparcado a su elefante, que contemple la posibilidad de que esa primera reacción emocional pueda haberse dirigido en la dirección equivocada, y de que tal vez, sólo tal vez, afirmar que la universidad pública no debería existir no sea la locura que parece. Le invito, pues, a que siga leyendo.
El Estado del Bienestar ha sido tan eficiente en la promoción de su relato que la discusión pública se orienta ahora en torno a la cuestión de si la universidad privada debería existir o si, por el contrario, debería limitarse cada vez más su campo de actuación. Pues bien, no es sólo que la universidad privada sea una institución necesaria para la existencia de una vida cultural e intelectual vibrante y floreciente, sino que, prepárense, la universidad pública no debería existir.
Acompañan mi exposición cinco argumentos. En primer lugar, la universidad pública no debería existir por respeto al principio de subsidiariedad. Esta noción se fundamenta en una idea básica: las instituciones superiores no deben encargarse de aquello de lo que se pueden ocupar las instituciones inferiores, más cercanas al individuo. De este modo, de lo que se puede encargar la familia no debe ocuparse la comunidad de vecinos, lo que puede arreglar la comunidad de vecinos no debe atenderlo el ayuntamiento, de lo que se puede hacer cargo el ayuntamiento no debe asignarse a la diputación, y así sucesivamente. Este es uno de los principios que nos ayuda a mantener en línea los excesos centralizadores, que devienen en tiranía, y que permiten una administración más eficiente de los recursos —ya que es imposible para una autoridad central procesar toda la información disgregada que sí procesa y organiza el mercado—. Por lo tanto, las necesidades que pueden ser atendidas por la sociedad civil y la iniciativa privada no deben encargarse a la administración pública.
Esto genera una pregunta: ¿Puede la iniciativa privada encargarse de la labor universitaria? No solo puede, sino que lo hace. Señal de esto es su rentabilidad. Como publicaba el diario El Mundo hace unas semanas, desde 1998 se ha producido un incremento del 368% en la cantidad de estudiantes universitarios que acuden a la privada frente a un aumento de tan solo el 0,17% en la universidad pública en el mismo periodo. Desde ese año no se crea ningún campus público en España, mientras que la creación de universidades privadas no ha hecho más que aumentar. Y no es solo que la privada sí haya sido capaz de rentabilizar el negocio, sino que, a pesar de ser un sector que goza de buena salud, la universidad pública achaca sus problemas a la falta de financiación y pide, cómo no, más presupuesto. Mucho podría decirse sobre la ineficiencia de lo público, pero eso daría para un artículo aparte. Lo privado, simplemente, tiene los incentivos para satisfacer las necesidades del mercado; lo público tiene los incentivos para satisfacer las necesidades del político.
Esto nos lleva a nuestro segundo argumento: la universidad pública no debería existir porque poner la educación al servicio del aparato estatal supone entregar al poder político una herramienta de adoctrinamiento de la población. El sistema de enseñanza se convierte así en un órgano de propaganda que busca homogeneizar ideológica, creativa e intelectualmente a los alumnos y promover relatos y agendas políticas. Desde luego, no estamos hablando de realidades hipotéticas. El sistema educativo español ya sirve hoy para cumplir estos objetivos. El control de la política a través de las distintas reformas educativas, planes de estudio y políticas de “inclusión” ha provocado que hasta las instituciones privadas se vean expuestas en buena medida a la proyección ideológica. A esto hay que sumar la inflación de notas que se ha producido en todos los tramos educativos, con la consiguiente devaluación del título universitario o el de bachiller. La ideología moldea a una masa ignorante sin que ésta arquee la ceja, al estilo del videoclip de Another Brick in the Wall.
Se me aducirá que las instituciones educativas privadas también fomentan relatos y visiones propias, en algunos casos de carácter político, atendiendo al interés de quien las financie. Desde luego, puede que así sea, aunque entre ambos casos media una diferencia fundamental: en el de la educación privada, usted puede decidir qué relato escuchar, pues hay una gran variedad de instituciones con visiones distintas, pudiendo elegir no sufragarlas si así lo desea. La educación pública, sin embargo, suprime su capacidad de elección, pues está obligado a financiar impositivamente su funcionamiento, le guste o no lo que promueve, gracias al aparato coactivo del Estado.
No es posible analizar la cuestión de las universidades sin detenernos, aunque sea brevemente, en un tercer punto, que es quizás el de mayor calado. Y es que la universidad ha pretendido ser lo que no debe ser. Lo que en otro tiempo fue un templo de saber, comunidad de maestros y alumnos, interesados por el conocimiento y la búsqueda de la verdad, se ha convertido ahora en una fábrica enfocada en crear técnicos y en su emplazamiento en el mercado laboral. La palabra mágica de estos días en el entorno universitario es “empleabilidad”, y no hay centro que no vaya a esgrimirla como carta de presentación para cualquiera de sus grados, acompañándola de generosos rankings —he aquí otra palabra mágica— para secundar la suculenta propuesta. Las universidades se han convertido así en centros de formación profesional, dejando por el camino de ser universidades.
Ante este panorama, puede que haya llegado el momento en el que debamos replantearnos el propósito mismo del sistema universitario. Aunque suene duro, tal vez las universidades —entendidas en su sentido original— no son ni deben ser para todo el mundo. Tal vez haya que devolver su función a los centros de formación profesional y hacer lo propio con las universidades. La titulitis, síntoma de una sociedad que valora por la cantidad y no por la calidad, nos ha llevado a menospreciar las primeras, vaciándolas por el camino, y a sobrecargar a las segundas. Corresponde, pues, rescatar la idea de educación liberal en la universidad, entendida, en palabras del catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Navarra, José María Torralba, como un “proyecto formativo en el que el conocimiento se valora no solo por su utilidad, sino como un fin en sí mismo, y en el que el objetivo no es solo preparar profesionalmente, sino también educar a la persona entera, incluyendo tanto la dimensión intelectual como la moral”. Al fin y al cabo, como decía Roger Scruton: “Los únicos asuntos útiles son los estudios de lo inútil”.
Como sin duda habrá pensado ya el lector, los defensores de la universidad pública suelen aludir a quienes no pueden permitirse pagar el ingreso a una privada, erigiéndose como pretendidos defensores de los desfavorecidos. Por supuesto, a nadie se le escapa que esto genera una cantidad de parasitismo difícilmente calculable, permitiendo a muchas personas que sí pueden permitirse una educación privada acudir a la pública y, por lo tanto, aprovechándose de recursos que podrían servir mejor a quienes están más necesitados. Esto nos lleva a nuestro próximo punto: una formación de calidad nunca ha sido más accesible que ahora.
En efecto, el desarrollo de las nuevas tecnologías y la competencia producida por el mercado han permitido que la educación se encuentre a un solo clic. Y no nos referimos tan solo a la inmensa cantidad de información valiosa que puede buscar cualquier persona de forma autónoma, sino también a a las oportunidades de acceso a una información reglada. Ya han surgido iniciativas que, aprovechando los recursos ofrecidos por estas herramientas, buscan proporcionar una formación superior a un precio mucho más reducido. Es el caso, por poner tan solo un ejemplo, de la Peterson Academy (de 499$ anuales frente a los 40.000$ de media que cuesta una universidad privada en EEUU), puesta en marcha por el psicólogo clínico Jordan Peterson, que ofrece clases con profesores de las universidades de Harvard, Cambridge, Oxford, Stanford, etc…. Una búsqueda rápida revela la existencia de numerosas alternativas y aunque, por supuesto, es un sector que todavía tiene mucho por andar, su emergencia refleja que la educación de calidad nunca ha sido más accesible que hoy. Tratar a las personas como mayores de edad supone dejar a su cargo la responsabilidad de valorar cuál es la alternativa que más les conviene.
A riesgo de extenderme más de lo que sería prudente, termino con un último argumento. Se aduce con frecuencia la necesidad de un sistema universitario público para garantizar la igualdad de oportunidades. Pues bien, por mucho que choque a la mentalidad socialdemócrata, éste no es un objetivo deseable. Piensen en la gran cantidad de factores que influyen en lo que somos, que suponen desigualdades de origen, y que resultan en buena medida incorregibles. Desde las características biológicas (si somos más altos, más bajos, más guapos, más feos, hombres o mujeres, miopes o con una vista de lince, etc.), hasta quien nos cría (la posibilidad de tener una familia ya supone una desigualdad de oportunidades), pasando por el barrio en el que nacemos. Para hacerse efectiva, para llevar realmente a la práctica esta igualdad de oportunidades sería necesario controlar tantas variables, el Estado debería dominar tantos aspectos de nuestra vida, serían tantas las desigualdades a corregir, que se vería obligado a volverse omnipresente, y aún así no lo lograría. Si asignamos al Estado la labor de corregir la desigualdad de oportunidades este debería derivar indefectiblemente, por la función que nosotros mismos le hemos establecido, en un Estado totalitario. Este resultado es ya más indeseable que la situación que pretende corregir.
Hasta tal punto ha penetrado en nuestra mentalidad la propaganda producida por el Estado-providencia que hemos pasado a asumir que tenemos un derecho sobre algo que requiere el trabajo de una tercera persona. Frente a la idea de derechos negativos —tiene usted derecho a adquirir una vivienda, ingresar en una universidad y ahorrar para una pensión sin que nadie se inmiscuya en su proyecto de vida— preferimos la noción de derechos positivos —tiene usted derecho a que el Estado le proporcione una vivienda, el ingreso a una universidad y una pensión pública—. Olvidando que nada es gratis, preferimos vivir como menores de edad permanentes y cargar el peso de nuestras responsabilidades sobre el Estado, permitiéndole de paso emplear su fría maquinaria extractiva para ampliar su control sobre la esfera privada. Vendemos nuestra libertad a cambio de una comodidad basada en la coacción y en la infantilización de la sociedad. Pronto descubrimos, sin embargo, que este trueque nos deja más expuestos, más vulnerables y más desprotegidos de lo que nuestra jaula de oro aparentaba en un principio.