La España que nace del barro de Valencia
Hay más dignidad en un chaval que agarra un cubo y una pala y se pone a disposición de su pueblo que en todos los discursos moralistas que pronuncian a diario nuestros políticos
Asistimos estos días a la tragedia de Valencia. El desarrollo tecnológico nos hace testigos a tiempo real del drama humano. Muchos no recordamos un desastre mayor en nuestro país. La crudeza con la que todo ha tenido lugar hace que la tragedia sea doble. Mientras escribo estas líneas, las cifras oficiales ofrecen el dato de 211 muertos. 211 vidas que podrían haber tenido otro final. 211 oportunidades perdidas de pedir perdón o de decir “te quiero”. 211 voces a las que nadie escuchó, o tal vez sí, pero a las que nadie pudo acudir, cuando más lo necesitaban. Ahogadas, tal vez, en el interior de un coche o en el fondo de un garaje. Cansadas de bracear. De intentar luchar contra la corriente. Castigadas por los embates de vehículos, muebles, señales y Dios sabe qué más cosas que lo arrastran a uno hacia abajo, que le quitan la fuerza y le invitan, golpe tras golpe, a rendirse.
Y de fondo, el espectáculo del bochorno. El de aquellos que practican ese deporte al que nos tienen ya tan acostumbrados: el de apuntar con su dedo hacia cualquiera, menos hacia sí mismo. Quienes pasan tanto tiempo mirándose al ombligo parecen no encontrar tiempo para hacerlo cuando se trata de admitir la propia culpa. Casi se escucha el ajetreo de las decenas de asesores, correteando de un lado hacia otro intentando configurar el “relato”. Intentando ocultar detrás de una espesa cortina lo que es evidente para tantos.
Entre aquellos que levantan escombros, reparten víveres e identifican cadáveres encontramos profesores, farmacéuticos, estudiantes, agricultores, albañiles, policías, bomberos, ingenieros, arquitectos, abogados, limpiadores, cerrajeros, carpinteros, camioneros, barberos y un largo etcétera. Pero difícilmente encontraremos a algún político nacional. Esos que se pasan el día dando lecciones, hablando de solidaridad intergeneracional y de valores democráticos están ahora demasiado ocupados intentando ganar posiciones en su lucha de poder. Hay más dignidad en un chaval que agarra un cubo y una pala y se pone a disposición de su pueblo que en todos los discursos moralistas que pronuncian a diario nuestros políticos.
También hay dignidad en aquel que increpa al político cuando este busca hacer de su sufrimiento un escenario de su campaña permanente. Es la hidalguía de quien ve la casa de sus abuelos, el lugar en el que creció, anegada de barro, y decide coger un palo para enfrentarse a quien viene a reírse de él, a contarle cuentos chinos, a tratarle de tonto. Sí, hay dignidad en esas piedras, ese barro y esos huevos lanzados contra unos gobernantes que no sienten más que desprecio por los gobernados. Es el “Fuenteovejuna, Señor”. Firmado: de los de abajo, hacia los de arriba. Y mientras se limpia la camisa, al menos se acordará de nosotros.
Lo que se ha evidenciado estos días es la completa desconexión entre dos grandes masas sociales que hasta ahora coexistían en España. Hemos visto una sociedad civil llena de vitalidad, dispuesta a remangarse por proteger al prójimo, a llenarse de barro por cuidar a los suyos. Y hemos visto a una clase política que desprecia al pueblo al que dirige, que no sólo no ha ayudado, sino que no ha dejado ayudar, poniendo impedimentos y señalando como culpables a quienes sí trataban de poner de su parte.
Que la ayuda más rápida, eficiente y mejor organizada haya venido de un grupo de tuiteros debería hacer enrojecer a muchos políticos. Que hayamos aguantado tanto a estos charlatanes, pensando que no somos capaces de cuidarnos por nosotros mismos, nos debería avergonzar a nosotros. Pero el barro y las piedras han dejado algo en claro: que por mucho que se emperren algunos, Estado y nación no son lo mismo. Que lo primero puede estar en descomposición, parasitado por el virus de la política, pero que lo segundo sigue vivito y coleando, cabreado y con ganas de quitarse a los parásitos de en medio.
Pero tampoco nos pasemos de soñadores. Esta es España del caciquismo, del paternalismo estatal y de la mentalidad funcionarial, adicta a la burocracia y a la sobreexposición de los políticos. Nada nacerá de un día para otro, pero parece buen momento para que el cambio empiece a darse. Una nueva España puede surgir de los escombros de Valencia. Bien pensado, también somos la España de Fuenteovejuna.