Las campanadas y la fabricación del consentimiento
Participar de sus polémicas supone aceptar sus reglas de juego
La Nochevieja siempre es un momento especial. Comunión familiar, marca para nosotros el paso del tiempo, inseparable de signos de envejecimiento y de la memoria de quienes otrora estuvieron, pero ahora no están más que en el descanso que supone el recuerdo nostálgico. En otros tiempos, quizá más fieles a quienes realmente somos, la celebración de fin de año no servía sino como culmen de un marcado calendario agrícola, reflejo simbólico de un proceso de muerte y resurrección que acontece de manera análoga en nuestras almas como en el ciclo vital de las plantas.
No hemos dejado tan atrás como nos gusta pensar aquellos arcaicos cultos a la fecundidad cuando seguimos manteniendo la vieja costumbre de conmemorar el final del año saliente y celebrar la llegada del entrante —como quien celebra un funeral y un bautizo en la misma noche. Sea como sea, tarde o temprano llega el momento de encender el televisor y cumplir con una tradición que no cuenta con el respaldo de tantos milenios: la de decidir en qué cadena se verán las campanadas.
Si ha prestado más atención de la quizás necesaria —pecado en el que reconozco haber caído yo mismo—, quizás ha percibido mayor conflictividad en torno a esta cuestión que la habitual. Y es que la elección de una cadena que cumpla la función de acompañamiento durante una amable velada familiar ha pasado a formar parte —como, por desgracia, tantos otros aspectos de la vida pública y privada— del habitual ambiente de atrincheramiento político y batallitas culturales.
No esperen reacción por mi parte ante tal o cual polémica por el contrato millonario de un humorista en la televisión pública, o por la exhibición de una estampita que ofende a tal o cual colectivo. Y no es porque deba interpretarse aprobación en ese silencio. Es decir, no es por conformidad. Al contrario, mi silencio viene motivado por la más absoluta y rotunda de las oposiciones, y esta reacción se debe precisamente a que, en palabras del periodista norteamericano Matt Taibbi, la conformidad es “la incapacidad para comprender que se está operando dentro de un marco mental predeterminado”.
En su libro Hate Inc., Taibbi describe el funcionamiento de los medios de comunicación como órganos de propaganda encargados de que el sistema permanezca indiscutido. El mecanismo, en pocas palabras, es el de una carretera. Nos marcan el carril izquierdo y el derecho y se nos permite movernos dentro de ese espacio —de ese marco conceptual—, mientras todo lo demás queda invisibilizado e indiscutido. Figuras como Walter Lippmann o Noam Chomsky emplearían la expresión “fabricación del consentimiento” o “consenso manufacturado” para sintetizar lo que no es sino conducir a las ovejas al matadero mientras estas se preguntan de qué color preferirá su amo la lana.
En efecto, incluir una serie de contenidos dentro de la categoría de “lo aceptable para ser discutido” implica a) excluir un universo de dudas hacia el status quo, disputas y controversias, al tiempo que b) se admite de forma implícita el marco que lo delimita. Participar de sus polémicas supone, de esta forma, aceptar sus reglas de juego, pues el tiempo es limitado y todo lo que implica cuestionar millón arriba, millón abajo, el sueldo del propagandista de turno supone aceptar de entrada la mera legitimidad del propagandista, del medio que le da cabida y del sistema que se empeña en tratar a los ciudadanos como niños e inválidos, generando en ellos una dependencia a polémicas artificiales que deviene en síndrome de abstinencia cuando se plantea que tal o cual “servicio público” es prescindible, empezando por la televisión estatal.
Sí merece la pena señalar, por otro lado, que la televisión parece haber culminado ya su camino decadente hacia la mediocridad. Quien quiera ver unas campanadas en condiciones deberá cambiar de país, pues no hay cadena que no apele a los instintos más bajos, a la vulgaridad, a la banalidad y a lo insustancial para atraer audiencia y su único reclamo es no parecer tan malo como la anterior, presentado todo esto como síntoma de televisión de calidad.
"No queremos que entiendas ni siquiera que tienes un diálogo interno separado de la experiencia con las noticias. Haz clic, mira, lee, tuitea, discute, vuelve, haz clic otra vez, repite, una y otra vez, perdiendo los nervios un poco más cada vez. Con cada interacción, estás cediendo más y más de tu autonomía intelectual."
-Matt Taibbi
Se cumple así el proceso análogo al acontecido en política, donde los votantes acuden gustosos a votar por la opción menos mala, por el partido más o menos socialdemócrata, delimitados por unos carriles —izquierdo y derecho— que cada vez están más próximos y ofrecen respuestas cada vez menos satisfactorias.
Y si bien esa insatisfacción es motivo de peso para la desesperanza, puede ser razón necesaria, pero no suficiente. Como veníamos diciendo, el año nuevo es tiempo de cambio cíclico, renovación y resurrección, que debe venir acompañada por el paso previo de dejar morir una parte de nosotros mismos. Aprovechemos así este año para alzar la vista por encima de los muros que nos ciegan, apagar la televisión y cortar el vínculo de adicción a la sobreestimulación que nos mantiene apegados al ciclo informativo de medios de uno y otro lado de la trinchera. No deja de ser curioso que la palabra del año para Oxford sea brain rot, podredumbre mental, acuñada por primera vez en 1854 por Thoreau en su Walden —obra de obligada lectura en los tiempos que corren—, pero asociada hoy al consumo excesivo de contenido vacío a través de internet y las redes sociales, que termina produciendo un aturullamiento en quien lo consume. Como diría un amigo, es tiempo de emboscarse.