¿Si Mozart hubiera nacido en el siglo XXI, sería reggaetonero?
El arte se conduce según su época: fue estímulo de la religiosidad en el gótico, triunfo de la estética en la época moderna y exaltación del alma humana en la era contemporánea. En todos los casos, el arte ha sido un estímulo del espíritu humano que ha suscitado emociones, experiencias extáticas e interpretaciones del espíritu del genio artístico: ha buscado dar un sentido trascendente al objeto creado dotándolo de una identidad que responde a su situación en el mundo. Sólo por añadidura es que después viene la aclamación del público receptor, un ser ajeno a la obra, que sin embargo no deja de ser el objeto indirecto de la misma. Pero no es por la aclamación por la que el público receptor es objeto indirecto, sino por la experiencia que busca –la obra– suscitar en su alma. La aclamación es tan solo la respuesta prescindible para la obra artística; pero al mismo tiempo es tentación para tornar la experiencia de popularidad del artista en objeto del arte.
El arte de hoy se ha corrompido fijando la aclamación como objeto primordial del artista. Ya no se busca una simbología trascendente que estimule el espíritu humano, sino estímulos que generen la mayor popularidad posible. Así, cualquier oportunidad de arte genuino se ve instantáneamente aplastada por un desprecio social: es ignorado gracias al otro mal llamado arte; el arte de las masas. Por supuesto que nada tiene de malo disfrutar algo de esta obra popular, el problema es cuando su prevalencia es tal, que no permite disfrutar de obras auténticas. La globalización y la digitalización han empeorado la situación, pues una gran mayoría tiene acceso a este tipo de contenido instantáneamente. Esto ha supuesto la muerte de la cultura local, ¿quién va a escuchar la música regional cuando pueda escuchar el nuevo y popularísimo disco de reggaetón? ¿Quién podrá contemplar un cuadro de José María Velasco cuando tiene al alcance de un click el NFT más aclamado?
Por supuesto que en esto también se enreda el desesperado deseo de “pertenecer” que sufren los jóvenes de hoy en día que, irónicamente, es causa de la pérdida de identidad que se ha sufrido en occidente en los últimos años. La pérdida de identidad radica, precisamente, en el rechazo no sólo de las raíces culturales, sino de los bienes culturales en sí. Se rechaza la auténtica creatividad artística porque es parte fundamental de la cultura, representa la voz, visión y sensibilidad de una generación. En fin, es un rechazo generalizado de parte del mundo progresista hacia los valores.
Se podría argumentar que las obras actuales como el reggaetón o las NFT representan los valores de una generación globalizada, que son, de hecho, objetos encarnados con una identidad y que, por lo tanto, son genuinas obras de arte. Mas no está reflejando una identidad cultural, sino el vacío de la misma. La identidad es, por definición, un hecho distintivo; la homogeneidad, por el contrario, es ausencia absoluta de identidad, carencia de rasgos propios y disolución de los valores en la vacía nada. Por eso, lo que muchas veces encontramos en estas obras contemporáneas no son valores, sino antivalores: en el reggaetón nos topamos con una misoginia y una sensualidad chabacana que no parece tener límites; en una sociedad que rechaza al machismo, parece irónico que su himno suene al son de canciones que convierten a la mujer en cosa.
Alguna vez escuché que si Mozart hubiera nacido en el presente, seguro que habría sido reggaetonero; pero lo dudo mucho. Mozart luchaba por un ideal trascendente, se esforzaba por buscar la belleza y enriquecer al mundo en el que vivía con esta. En cambio, las obras de nuestro siglo se nutren de una fácil fama y procura popularidad al artista. Sin embargo, esto no significa que nuestro siglo carezca de cultura. Precisamente porque la aclamación es un hecho independiente de la obra artística, es que sí encontramos obras que reflejan la cultura de nuestra época. Nos topamos con artistas que se esfuerzan por mantener vivo el legado cultural de la era moderna, a pesar del rechazo que reciben de parte de academias, artistas y públicos caprichosos. Mientras haya creadores dispuestos a embellecer al mundo por encima de su ego, recibiremos un legado cultural digno de ser pasado a generaciones posteriores.