¿Dónde queda la persona singular soberana?
El hombre moderno ha olvidado que la vida entraña un riesgo inherente, y cede todas sus responsabilidades al Estado, dinamitando así el principio de subsidiariedad, y disolviendo las comunidades
En la Antigua Grecia, la participación política era concebida como un rasgo propio del hombre libre. El cuidado de la polis era deber del ciudadano responsable de sus actos. De esta realidad dan fe los numerosos tratados de política que proliferaron en el seno de la cultura griega. Muchos de los autores que los escribieron, entre los que se cuentan Platón o Aristóteles, percibían las grietas del sistema democrático, y orientaron gran parte de sus comentarios a hacer una crítica de este.
Puede que esta conciencia de la responsabilidad de cada uno sobre su comunidad política fuera la fuente del sistema democrático ateniense, que tenía en relativa consideración la responsabilidad individual, especialmente si se contrasta con el cercano sistema espartano, que probablemente constituyó el primer experimento totalitario de la historia. Quizá la mayor señal del respeto en la antigüedad griega por lo que hoy conocemos como principio de subsidiariedad era la exigencia existente en el sistema ateniense de cuidar de la propia familia y de sus tumbas si se aspiraba a alcanzar cargos públicos. Uno se encarga de lo suyo, y cuando lo haga puede pasar a trabajar para la polis.
Por supuesto, nos separan más de 2500 años de la Atenas clásica, y algo hemos avanzado (aunque no tanto como podríamos creer) en más de dos milenios de pensamiento político. Para la Grecia clásica la unidad fundamental no era el individuo, sino el Oikos: la familia, la casa. Los ciudadanos no eran miembros de la polis en cuanto a individuos, sino en cuanto a miembros de un Oikos.
Aunque la concepción griega tenía su valor – ya que la pertenencia a la comunidad adquiere más sentido si uno tiene algo que proteger–, todavía no se había dicho todo. El posterior desarrollo del individualismo político, que no habría sido posible sin la noción de dignidad humana aportada por el cristianismo, introdujo a la persona singular soberana en la ecuación y le concedió el papel que le corresponde. El hombre pasaba a tener una responsabilidad ante la polis por su condición de individuo igual en derechos a sus conciudadanos. Esta visión no erosionó la idea de responsabilidad ante la polis, sino que la reforzó.
Cabría preguntarse entonces cómo puede ser que tras 2500 años de desarrollo de la civilización occidental, y tras haber experimentado varias revoluciones liberales en nuestra edad contemporánea, nos encontremos a 2024 con una sociedad pasiva, cuya descripción más exacta podría hallarse en la palabra “indiferencia”. Al contrario de lo que sucedía en la Atenas clásica, el hombre moderno no exige mayor participación política ni aspira a tener mayor dominio sobre su propia vida, sino que se muestra dispuesto a vender su libertad a cambio de una cómoda sensación de falsa seguridad.
En el mercado de la infamia, el hombre ha intercambiado la responsabilidad individual por la seguridad que le hace sentir la condición de miembro del rebaño. Se contenta con que el pastor le ponga lo básico en el comedero, y con llevar una vida de distracciones superfluas, en la que las preocupaciones sean mínimas. Entregado al colectivo, el hombre moderno ha olvidado que la vida entraña un riesgo inherente y cede todas sus responsabilidades al Estado, dinamitando así el principio de subsidiariedad, y disolviendo las comunidades. Vemos cómo el poder estatal ocupa todos los espacios de la vida pública con el pretexto del Estado del bienestar, que no es más que una excusa para moldear a los ciudadanos para que se adapten a un modelo predefinido, y que se traduce en el bienestar del Estado.
Por supuesto, la persona no estaría dispuesta a entregar tan alegremente su libertad si no contase con un incentivo, y no hay mejor aliciente que el miedo para conseguir la obediencia deseada. Así, el Estado emplea sus estructuras para generar la sensación de terror entre la población. Este puede venir en forma de una catástrofe natural, de un virus, de un incendio en un parlamento, o de un opositor político, al que se califica como extremista y se le acusa de venir a eliminar derechos.
Una vez hecho esto, y tras haber revestido de un aura de superioridad moral (de buen ciudadano) a quien está dispuesto a obedecer todos y cada uno de los dictados de la autoridad –y de villano radical a quien se opone–, todo parece quedar listo. La población estará preparada para aceptar sin pestañear las mayores violaciones de los principios de la democracia liberal. Al fin y al cabo, nada cuesta aceptar una amnistía -¡o una cuarentena!–, cuando se vive somatizado, indiferente a todo lo que pasa más allá de las pulgadas de nuestro teléfono móvil.
¿Dónde queda la persona singular soberana?
Muy buen artículo, con muy buenas reflexiones. En efecto, la gente vive acomodada y bien engatusada por los líderes políticos. En parte esto se debe al miedo, como muy bien dices, (mira lo que ocurrirá si no me votas y me apoyas), y en parte a la comodidad de no salirse del caminito que te han marcado otros, de no detenerse a pensar las cosas en profundidad. Por supuesto, también entran en juego los supuestos beneficios económicos con los que los políticos compran a sus votantes.