Donde dije digo, digo Trump
La derecha woke comparte con la izquierda woke ese rasgo posmoderno de entender la comunicación, la palabra y la verdad como instrumentos de poder
Allá por el primer mandato de Donald Trump al frente de la Casa Blanca la sabiduría popular sostenía aquello de que la prensa se tomaba al presidente literalmente, pero no en serio, mientras que sus seguidores se lo tomaban en serio, pero no literalmente. Pues bien, Trump ha vuelto, por si no se habían dado cuenta, y tras apenas mes y medio en el cargo, ya hemos tenido pruebas de sobra que demuestran la veracidad de esta frase. En apenas unos días, Zelenski ha pasado a ser un “dictador” y Putin un aliado con el que estrechar lazos. Canadá y México, por el contrario, son enconados rivales a quienes se debe castigar con firmeza. La que hoy es una medida urgente, mañana puede ser aplazada, y así vamos imponiendo o posponiendo aranceles, y dependiendo del sector, según nos convenga. Mientras tanto, sus simpatizantes asisten encantados al caos nuestro de cada día. “Es el arte de la negociación”, aseguran. Una disciplina que parece resumirse en el “donde dije digo, digo Diego”.
En efecto, no interpretar a Trump literalmente, pero sí seriamente, es un consejo apropiado si lo que se desea es comprender su modus operandi, aunque también es cierto que entre el ser y el deber ser media con frecuencia una distancia considerable. Nada importa a los seguidores de Trump que este afirme que la popularidad de Zelenski sea del 4% —cuando la cifra real supera el 60%—, ni tampoco que Estados Unidos ha destinado 350 mil millones de dólares en ayuda a Ucrania —la cantidad real es de casi 119 mil millones de dólares. Para sus seguidores, la inexactitud de estas afirmaciones carece de importancia. Lo que importa, con Trump, es el resultado.
No pretende ser esta una crítica hiperventilada a Trump. Soy consciente de que muchos de sus excesos son compartidos con el otro lado del espectro político. Lo que varía, en todo caso, es la presentación. Esta es, sin embargo, una invitación a la reflexión a todos los que se han dejado llevar por el entusiasmo provocado por el auge de la derecha identitaria, encabezada por Trump.
Si en algo se fundamentan las democracias liberales es en la consciencia de la necesidad de controlar el poder político. Como sostiene James Madison en El Federalista:
“Si los hombres fueran ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, ningún control al gobierno, externo o interno, sería necesario. Al organizar un gobierno que ha de ser administrado por los hombres para los hombres, la gran dificultad estriba en esto: primero hay que capacitar al gobierno para mandar sobre los gobernados; y luego obligarlo a que se regule a sí mismo”.
Existen —o deberían existir—, por tanto, una serie de convenciones, pesos y contrapesos que buscan delimitar el poder del gobernante con el objetivo de que este no devenga en tiranía, y hay una responsabilidad de cada uno de los ciudadanos de mantenerse alerta ante posibles abusos de este poder. Esto no quiere decir que Trump sea necesariamente un tirano, sino que, como presidente de la primera potencia mundial, tiene la capacidad de instrumentalizar el poder coactivo del Estado para su beneficio personal, por lo que se le debe someter a un escrutinio escrupuloso.
Ni que decir tiene que esta responsabilidad pesa sobre los ciudadanos estadounidenses. Suficiente tenemos los españoles con nuestros politicuchos con aires de grandeza. No obstante, el inicio del mandato de Trump ha levantado pasiones también a nuestro lado del Atlántico. Ya saben, aquello de un chaval de Cuenca celebrando con entusiasmo los aranceles impuestos por Trump sobre la globalista Unión Europea.
El peligro de figuras de carácter mesiánico y polarizador es que llevan a sus simpatizantes a dejar de lado la responsabilidad de vigilancia del poder. Si de algo sirve la estrategia de la confusión es como táctica para difuminar esos límites. Un gobernante de cuyas decisiones se pierde la cuenta es alguien al que no se puede mantener bajo control. Trump es consciente de esto, y por ello nos levantamos cada día con una nueva noticia, declaración o anuncio que le da la vuelta al tablero político. Si el ritmo es frenético, nadie puede alcanzar el tren, y la polémica del día es sustituida por dos más en cuestión de horas.
No deja de ser relevante la insignificancia otorgada por parte de la derecha MAGA a la verdad. Lo importante para ellos, de nuevo, es el resultado, independientemente del proceso que se siga para conseguirlo. Es precisamente por esto por lo que los detractores de Trump lo consideran un loco, mientras que sus seguidores lo ven como un genio. La derecha woke comparte con la izquierda woke ese rasgo posmoderno de entender la comunicación, la palabra y la verdad como instrumentos de poder. ¿Qué más da lo que haga o diga por el camino, si al final consigue X resultado? Aquello de “la verdad os hará libres” no parece tener lugar en esta ecuación. Cosa extraña, porque si algo ha enseñado la experiencia a quien escribe estas líneas es la exactitud de esa sentencia.
Aparecen líderes humanos, más o menos de acuerdo con ciertos planteamientos que cada uno tiene sobre cómo debe ser una sociedad, pero nunca van a coincidir totalmente. Son humanos, no ángeles. El estar de acuerdo con alguna o varias de sus ideas, no debe ser identificado como un seguimiento incondicional, sino de aquella propuesta acertada. Se cae enseguida en la tentación de asignar un apellido a quien opine a favor o en contra de algo y con eso lo único que se consigue es contribuir a la polarización que se critica y no a enriquecer la solución.